Arqueológico
José Manuel Gayoso. Garajarte. La granja de San Ildefonso, España. Junio de 2010.
Contemplar la obra de Gabriela Martín Avendaño es contemplarla a ella misma, a la
artista en su ser expuesto; es asistir a un registro selectivo de los hechos cruciales de su
pasado, de su formación como persona y como artista. No existe circunstancia más triste,
si es que puede ser llamada circunstancia, que la expresada en la oda de Ricardo Reis,
el célebre heterónimo, desconcertado ante el descubrimiento de su ausencia de ser.
Reis, contemplándose escindido de experiencia vital, gritaba su queja al oído de Pessoa:
No sé de quien recuerdo mi pasado,
Otro lo fui, ni me conozco
Al sentir con mi alma
Aquella ajena que al sentir recuerdo.
De un día a otro nos desamparamos.
Nada cierto nos une con nosotros,
Somos quienes somos y es
Cosa vista por dentro lo que fuimos.
Reflexionar sobre nuestro pasado es liberar los nudos de nuestras incógnitas con la
esperanza de entendernos, y de entender también, como nos sugería la célebre
inscripción del templo de Apolo en Delfos, el universo y a los dioses. Esta acción
catártica, elogiada ya por Aristóteles, en su Poética, por su valor depurativo para el ser,
ha adquirido, inexplicable y equívocamente, en el lenguaje común, un tono fatalmente
negativo, falsificado sinónimo de parálisis o letargo. ¡Nada más alejado del significado
real! La autorreflexión, esa introspección catártica, que ejerce Gabriela Martín Avendaño
es un solipsismo positivo por ese marcado rasgo gnoseológico; porque, además, ofrece
el resultado artístico como regalo para los ojos de quienes contemplamos su obra, y nos
asume, a quienes la apreciamos, en ese universo vital, pues somos en su pintura
pincelada, trazo huésped, diminuto grumo convidado; formamos parte de ella.
Aparte de ese ofrecimiento al otro, para no caer en el vano y ególatra hablar de uno
mismo, el artista autorreflexivo posee otras estrategias, entre las que Gabriela Martín
selecciona dos. Por un lado, la factible universalización de los hechos y sentimientos
expresados, pues como cantó el poeta venezolano Rafael Cadenas, compatriota de
nuestra artista:
He presenciado su desesperación,
ese incansable verse ellos
en lo que miran.
Su segunda estrategia es la aplicación de un celo expresivo, un estético pudor, a través
de la creación de un lenguaje formal personal, muy cercano a la categoría de un lenguaje
privado. Muestra, a través de esa escritura pictórica, la placentera angustia de expresar
ocultando, simultáneamente, universalidad y privacidad; su obra adquiere, así, la oscura
claridad del oxímoron.
Otra de las constantes en la obra de Gabriela Martín es, en sus propias palabras, la
aplicación de un método arqueológico. La recuperación del pasado personal supone el
esfuerzo intelectual de socavar, apartando la compacta carga de lo insustancial hasta
hallar el pródigo tesoro de uno mismo. Es una acción común, que de vez en cuando
todos hacemos, pues, como dice el ya citado Cadenas, «… somos los jornaleros
incansables. Cavamos, cavamos y mientras más cavamos más crece nuestra tarea.
Cavamos buscando un agujero».
Sin embargo, para Gabriela, su pintura es, propiamente, la siguiente acción del
arqueólogo: la de manejar el pincel con pulcritud y prudencia hasta conseguir desenterrar
cada momento clave, cada instante del que pueda decir, como el Fausto de Goethe,
«¡Detente, instante, eres tan bello!» Y ese conjunto de instantes detenidos es lo que
configura su pintura. Una pintura en la que consigue fijar lo que irremediablemente se
desvanece. Sutura para el olvido. ¡Al igual que añoramos la fotografía que nos falta de un
ser querido! ¡Como evocamos aquel momento tan bello del que sólo existe un siempre
débil registro en la profundidad de nuestra memoria! ¡Alegrémonos de verla a ella en
nosotros; en su pintura!

